El hombre enajenado[microrrelato] Rondaba los suburbios del hombre, al caer la noche, al levantar el día. Recorría las tinieblas de los espíritus atormentados. Enloquecía al hombre repicando en las campanas de todos sus miedos. Tales eran los atributos del hombre enajenado.

Enajenó tal vez por los acontecimientos que se le vinieron encima como un alud repentino que durase siglos y que él mismo provocara con pisadas firmes sobre los errores más sólidos. Enajenó tal vez por la propia flaqueza de su terrena finitud. Enajenó en fin, por su innata atracción a los polos negativos de todas las cosas. Inventó la propiedad y sufrió al no poseerla. Inventó el dinero para comprarla y sufrió al no poseerlo. Inventó las guerras para conquistar propiedades y dinero, y sufrió al perderlas, al morirlas. Y se perdió en su lucha, muriendo el hombre, naciendo a la enajenación. Ahí radica su turbadora y enajenante falta de cordura.

Ante sus ojos, el hombre se transformó en lobo, un lobo fiero y sanguinario. Todo en los demás se le figuraban afilados y amenazantes colmillos de lobo. El hombre enajenado consiguió despertar un lobo hasta en las personas más dóciles y calmas. En cada persona residía al menos un lobo, a veces a flor de piel, a veces oculto tras la posesión más insignificante.

Ante los ojos del hombre enajenado se transformó el mundo en el olvido de los dioses. Jardín sin flores. Vidas sin alma; cautivas del mal que olvidaron su eterno ser a cambio de un efímero poseer que les poseyó eternamente. Hombre enajenado, vida sin esperanza.

El hombre enajenado recorrió el mundo con su manto de terror dorado, aniquilando al hombre y todo cuanto éste podría haber sido. El hombre enajenado recorrió el mundo a miles, acaso a cientos de miles, horadando el terreno, horadando al hombre; desposeyéndolo de todo cuanto habría participado de su construcción.

Amanecían los días en el dolor, pero siempre amanecía en el reino del hombre enajenado. Amanecer enajenador y doliente del Hombre dormido, devorado por lobos fieros y sanguinarios que lo oteaban desde la atalaya de sus frágiles sueños; todo dientes afilados y amenazantes.

El hombre enajenado mancilló el brillo del sol, la textura de la tierra, el color del cielo y el sabor del agua. El hombre enajenado concentró todas sus fuerzas en obtener más resplandor del oro. Se le fue la vida por el oro. Solo luchó por el oro, dejándose enajenar. El hombre enajenado caminó hacia su destino guiado por una brújula de oro que señalaba un norte equivocado, dejando al sur al Hombre.

Tales eran los atributos del hombre enajenado que reinó sobre la tierra, asolando cada esperanza de futuro durante toda una era.

El hombre enajenado

© Víctor J. Sanz