Tengo por costumbre planificar las historias que escribo. Parto de una idea genérica, o de un personaje peculiar o de un contexto que exige a gritos contar su historia. Luego planifico el esqueleto de la historia, las distintas etapas que ha de cubrir. Por el camino lo voy habitando con personajes, con ubicaciones, con frases literales. Poco a poco la historia va tomando cuerpo. Llega el momento de dejarla reposar, llevar la cabeza a otra cosa, ocuparla con otros temas, cuanto más alejados de la historia mejor.
Al cabo de un tiempo suficiente —cada historia marca sus propias necesidades en este sentido—, retomo toda la información que dispuse. La releo, la apruebo o la repruebo y formo una nueva composición que, según las circunstancias y las dimensiones de la propia historia, quizás no requiera un segundo reposo. Cuando todo parece tener una coherencia, cuando todo lo que veo aparenta cierto mérito de ser contado, entonces y solo entonces, comienzo el trabajo de redacción de la historia.
Escribir a ciegas tiene sabor a escribir algo no destinado a ser leído, o al menos con ese espíritu se puede afrontar.
Estas guías de trabajo sirven a propósitos de producción muy concretos, pero no sirven para la producción de cualquier tipo de historia. Cuando la historia nace en el escritor, no siempre lo hace con los elementos suficientes como para planificarla siquiera someramente. Puede nacer en forma de frase que resulta subyugante, tremendamente atractiva, o mediante la contemplación de una imagen turbadora, inquietante. En ese momento, nace en la mente del escritor la necesidad de contar —casi de descubrir— la historia que subyace tras esa literal o tras esa imagen. Para quien está acostumbrado a un método de trabajo —perfectamente compatible con la inspiración—, escribir a ciegas es una experiencia tremendamente excitante. Creo que esa excitación se apoya sobre dos firmes pilares: de un lado la emoción del propio descubrimiento de la esencia de la historia, y de otro, —tal vez lo más excitante— de la ausencia de guías que, inevitablemente, se convierte en ese qué haríamos si nadie nos viera.
Escribir a ciegas tiene sabor a escribir algo no destinado a ser leído, o al menos con ese espíritu se puede afrontar, ya que si nadie vigila, si ninguna guía le dice al escritor por dónde ha de ir, será él mismo quien marque el camino a medida que lo vaya recorriendo, y tal vez lo haga por parajes alejados de todo lo que hasta ese momento pudiera haber previsto.
Acostumbro a escribir a ciegas. Pero pienso que mi forma de escribir a ciegas, me lleva casi, casi a donde quiero ir.Quizás esas idéas están pululando por mi cabeza, sin haber tenido consciencia de ello hasta que llegan.
Muy bueno, Victor.
Un beso.
Me alegro por ti, es una muy buena experiencia poder escribir así, da mucha libertad.
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